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¡Aguilucho!

  • elocasodeana
  • 7 may 2017
  • 2 Min. de lectura

Ella, un ser que no pasaba desapercibido. Por las mañanas olía a tabaco hasta su pelo, peinado al llegar en un encontronazo entre prisas y desinterés. Destrucción, cuna de violencia. Agricultora de violencia y cosechadora de rechazo. Sin embargo, aún podía sonreír. Lamentaría un futuro acorde con lo que vi, me entristecería saber que las aguas fluviales encontraron un desvío a su paso y nunca llegaron a alta mar. Y me empeñaba en sacarle la sonrisa, tanto que incluso a veces me mentía y forzaba mis comisuras cuando estaba llena de ansiedad por controlar sus desaires. Todo en ella era en cierto modo desagradable. Había en sus ojos maldad, a su corta edad parecía conocedora de todo lo que sucedía alrededor, a su alrededor. Al alrededor que ella misma se había inventado para complacerse. Porque todas las reglas inventadas en esta sociedad no deberían estar en su mundo. Pero no era culpa suya. Si eres un gorrión, entonces ¡vuela! Eso la decía todas las mañanas. Para mi desdicha ella se precipitaba cual halcón peregrino pero sin levantar vuelo al final. Pero era lista, ella sabía lo que pensábamos, de eso estoy segura. Percibía el nerviosismo corriendo por nuestro organismo. Y se aprovechaba de nuestra indefensión, consiguiendo resultados que alteraban el orden de la ley de la gravedad. De esta forma, la empecé a llamar aguilucho. ¿Cómo está hoy mi aguilucho favorito? Y la sacaba una carcajada, fruto de la inocencia pura. Águila, ave merecedora de un gran respeto, donde pone el ojo pone la bala y no te andes con tonterías, que esto es serio. Pero ella no, ella era un aguilucho, era la cría de apenas dos horas de edad que no coordina su cuerpo y gira en torno así y se tambalea como si de un flan se tratase. La cogí cariño tan pronto entendí que era un ser tan indefenso que no podía tener maldad. Y me apegué a sus alas y la traía comida al nido. Hasta que, un día, echó a volar. Y no supe de ella jamás, no volviendo al nido porque el mundo es demasiado ancho como para poder abarcarlo todo en una sola vida, y volver a casa sería algo irracional.

Se que estará bien, porque un animal de tal envergadura, de tal capacidad, de tal constitución, tan sobresaliente, no puede tener un tropiezo muy tonto. De modo que rechazo todas mis antiguas preocupaciones y pienso en la mirada tenaz y segura de este animal, tan lejos del infantil y delicado polluelo. Cada vez que veo un águila sobrevolando el cielo se me escapa sin querer: ¡aguilucho! Sabiendo que estará muy lejos mirando el mundo pequeñito desde las alturas y mofándose de los que creyeron que no podría alzar el vuelo.

Ave sobrevolando por los alrededores de Jaca.


 
 
 

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